El padre JUAN ALONSO FERNANÁDEZ, MSC.

Benedicto XVI en su Exhortación Apostólica postsinodal Sacramentum Caritatis dice a propósito de los sacerdotes mártires: Hay que dar gracias a Dios por tantos sacerdotes que han sufrido el sacrificio de la propia vida por servir a Cristo. En ellos se ve de manera elocuente lo que significa ser sacerdote hasta el fondo. Se trata de testimonios conmovedores que pueden inspirar a tantos jóvenes a seguir a Cristo y dar su vida por los demás, encontrando así la vida verdadera” (Sacramentum Caritatis, 26). Esta cita nos introduce muy bien en la memoria de este gran misionero.

Poco más de medio año había transcurrido desde el asesinato de sus compañeros José María Gran Cirera y Faustino Villanueva cuando también fue asesinado el P. Juan Alonso Fernández, MSC en el camino que conduce de San Miguel Uspantán a Cunén, el 15 de febrero de 1981. Se abría así un año que pondría a prueba la fidelidad de varios sacerdotes en Guatemala.

Después del asesinato de los padres José Maria y Faustino, los padres decidieron abandonar la diócesis de Quiché para llamar la atención del mundo sobre lo que allí estaba sucediendo. De julio a diciembre de 1980, la diócesis permaneció sin atención pastoral directa de sus párrocos a consecuencia de la violencia. El mismo obispo tuvo que trasladarse a un lugar más seguro fuera de Quiché, para salvar su vida.

Ante esta realidad tan dura, varios misioneros del Sagrado Corazón decidieron regresar a Santa Cruz del Quiché y formar un equipo de cuatro sacerdotes para atender aunque fuera en lo mínimo a las comunidades. El Padre Juan Alonso formó parte de ese grupo; él por entonces se encontraba ejerciendo el ministerio en el Vicariato Apostólico de El Petén, pero al ver las dificultades que pasaban sus compañeros, decidió regresar a Quiché.

El P. Juan se encargó de la parte norte, la zona donde más peligro corrían los catequistas y sacerdotes.

El 28 de enero de 1981, el P. Juan escribía a su hermano: “No quiero en modo alguno que me maten, pero tampoco estoy dispuesto, por miedo, a rehuír mi presencia entre estas gentes. Una vez más pienso ahora: ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?” El P. Juan optó siempre por los lugares donde el peligro era mayor o más duro el trabajo.

Él pidió encargarse de toda la Zona Norte, es decir, de las parroquias de Nebaj, Cotzal, Chajul, Cunen, Uspantán, Chicamán y Lancetillo. Era una tarea inmensa; sólo conociendo las distancias y la dificultad de los caminos, junto con la dureza de encontrarse solo en tal ministerio, se puede valorar la radicalidad de tal decisión. El ¡ay de mí si no evangelizare! era para él como brasa que quemaba su corazón de misionero inquieto.

El P. Juan estaba cada día más identificado con Cristo, a quien servía y amaba, y de cuyo sacerdocio participaba. En Cristo buscaba su identidad sacerdotal y misionera y en su Corazón un estilo de vida que llenó de amor.

El viernes 13 de febrero de 1981 llegó a la parroquia de San Miguel Uspantán, una de las siete que le correspondían. Tenía el propósito de encontrarse con las comunidades de esta parroquia y de las vecinas poblaciones de Chicamán y Cunén. Esa tarde – a pesar de estar recién llegado - fue llamado e interrogado por los militares destacados en el lugar. Le profirieron insultos y acusaciones. Finalmente, lo dejaron libre a altas horas de la noche. En la mañana del día siguiente, sábado 14 de febrero, acudió a Chicamán para celebrar la Eucaristía. Se reunió con la comunidad y permaneció toda la mañana en la parroquia. La tarde del sábado y la mañana del domingo las pasó en Uspantán, también celebró la Eucaristía en esta parroquia. La tarde del domingo tenía que ir a celebrar la Eucaristía en Cunén. Tomó la moto y se puso en camino rumbo a esa parroquia. Eran cerca de las tres de la tarde del día 15 de febrero de 1981, cuando fue interceptado en el camino por soldados, que lo torturaron y finalmente lo ultimaron con tres impactos de bala en la cabeza. Más tarde, en Uspantán, un soldado borracho, contó como si se tratase de una gran hazaña: “¡Hemos matado a un cura más!”

A medio día del martes 17 de febrero, se celebró la misa exequial en la Iglesia de Chichicastenango. Estuve presente en esa misa y en su entierro en el cementerio.

El Padre Juan murió como un testigo de la fe, como pastor bueno que quiso impedir que los lobos acabaran con el rebaño. Fue consecuente con su compromiso misionero, hasta derramar su sangre. El día anterior, en Chicamán, le habían aconsejado. “¡Padre, lo buscan, mejor sería que se fuera, porque si no lo pueden matar!” en ese momento toma en sus manos el crucifijo grande que siempre llevaba bajo su saco y dice: “¡Yo por Él me hice sacerdote, y si por Él tengo que morir, aquí estoy¡” (Testigo Fieles del Evangelio, nota 72, p. 191).