El padre FRANCIS STANLEY ROTHER.

Damos un salto geográfico muy grande pasando desde el noreste del País a las orillas del precioso lago de Atitlán, rodeado de volcanes. En Santiago Atitlán era párroco el sacerdote misionero diocesano, originario de Estados Unidos, Francis Stanley Rother párroco que fue asesinado el 28 de julio de 1981, en la casa parroquial.

Había llegado a la diócesis de Sololá procedente de Oklahoma cuando tenía 33 años de edad. Inició su vida misionera en el pintoresco pueblo de Santiago Atitlán, tierra de mayas tzutuhiles. Al llegar se encontró con cinco sacerdotes de la diócesis trabajando en esa parroquia, coordinados por el P. Ramón Carlín.

Éste empezó pronto a descubrir la fuerza misionera del corazón del recién llegado Padre Francisco, que era, por otra parte, un hombre tranquilo con una notable cualidad: la constancia en todo lo que emprendía.

Aprendió español y para comunicarse mejor con los habitantes del lugar aprendió tzutuhil, que hablaba la mayoría de sus parroquianos. Poco a poco el P. Stanley fue siendo aceptado en la vida de las comunidades indígenas. Entabló buenas relaciones con los principales de la Cofradía y logró que lo consideraran como uno de los “ancianos” del pueblo. Trató de vivir de una manera sencilla y pobre, imitando la condición de la gente a la que servía tanto en el vestido como en la comida.

Cuando después de algunos años se fue quedando sólo, pues los sacerdotes compañeros abandonaron el lugar, la labor pastoral y sacramental se hizo una carga bastante pesada para él solo. Visitar comunidades, recorrer con periodicidad los caminos polvorientos y llegar a todas las comunidades, era algo difícil para un solo sacerdote. Llegó a pedir autorización para celebrar cinco misas el domingo en cuatro lugares diferentes, con el fin de atender al mayor número de comunidades.

Celebraba más de mil bautizos al año y cerca de 3,000 comuniones semanales. Varios cientos de personas se preparaban anualmente a la confirmación y otro número similar para la primera comunión; y unos cien matrimonios, que se celebraban generalmente en los días festivos.

Las oficinas parroquiales estaban abiertas al pueblo para atender los problemas pastorales y otros muchos de la gente.

El P. Stanley dedicó tiempo también a las obras materiales, que fueron considerables durante el tiempo que permaneció en la parroquia. En la finca que compró la parroquia para una cooperativa, él mismo trabajaba durante varias semanas con el tractor, de siete de la mañana a cuatro de la tarde. Interrumpía a esa hora el trabajo y se preparaba para celebrar la santa Misa. Para el P: Stanley el tiempo pasado en Santiago Atitlán, fue de satisfacción y alegría. Por su parte, supo entrar en el corazón de los tzutuhiles y valorar su cultura. Se esforzó por lograr la inculturación de la fe cristiana entre ellos. Se comenzó la traducción de la Biblia, la misa se celebraba en el idioma del lugar, la participación de los fieles era por tanto muy activa.

El P. Stanley se sentía orgulloso de ser representante de la misión de Oklahoma en aquella parroquia de Santiago Atitlán. Eran muchas sus iniciativas. En su tiempo se repararon y acondicionaron todas las dependencias de la parroquia.

Durante su permanencia en Santiago Atitlán hizo igualmente grandes esfuerzos en la preparación de los feligreses para asumir responsabilidades ejerciendo distintos ministerios en la Iglesia, con su debida formación.

Si en Navidad del año 1969 el Padre Francisco pudo escribir a amigos y familiares que Guatemala estaba en paz, en 1979 en cambio, las cosas habían cambiado dramáticamente. Él escribe entonces que la situación en Guatemala es triste… que aparecen todos los días cadáveres en distintas partes del país con señales de torturas y baleados. “Una odiosa nota anónima apareció hace unos domingos, -escribía. El alcalde, el director de la escuela, los maestros y cualquier persona importante del pueblo estaban en la lista negra. Yo era el número 8 y Adán (un presbítero diocesano secular de apellido García que lo acompañaba) el número 9”. Terminaba esa carta diciendo: “No he recibido ninguna amenaza como tal… No tengo la intención de huir del peligro, pero a la vez, no quiero ponerme en peligro innecesariamente. Quiero vivir como cualquier otro”.

Durante el mes de mayo de 1980 decide viajar unas semanas a Oklahoma para dedicar un tiempo al descanso, y lo hizo coincidir con la celebración de los 25 años de profesión religiosa de su hermana Marita, religiosa de la Preciosísima Sangre. Terminado ese tiempo regresa de nuevo a Santiago Atitlán en junio del mismo año. Pudo comprobar que las cosas empeoraban aún más.

Sin saberlo iniciaba así su último año de vida. Ahora él mismo era blanco de las intimidaciones por su cercanía y solidaridad con las víctimas de la violencia en su pueblo, por las actividades de la radio, por hablar fluidamente el tzutuhil, por su trabajo de promoción humana en la parroquia.

Es sumamente interesante seguir mes a mes el desarrollo del último año de vida del P. Stanley. Fue una lucha de fidelidad a Dios, a la comunidad, a su mismo ministerio. Él podía salir de país y salvar su vida – era lo que muchos le proponían, o seguir acompañando a su pueblo hasta las últimas consecuencias. Lo que él expresaba así: “Sólo nos hace falta la ayuda de Dios para hacer bien nuestro trabajo y poder soportarlo si nos llega el momento en que se nos pida sufrir por Él”. Él quería proteger a su pueblo con su presencia ante la amenaza de los soldados, y en diciembre de 1980 escribía: “Este es uno de los motivos por qué me quedo a pesar del daño físico. El pastor no puede huir a la primer señal de peligro”. Sigue haciendo lo que siempre hacía en la parroquia, animando e impulsando los diversos proyectos que desde allí se promovían.

Las amenazas del año anterior seguían su curso callado y sordo, como la fiera que acecha a su presa. Él cada vez era más consciente del peligro que se le avecinaba, hasta llegar el día 28 de julio de 1981, tres días después de la fiesta patronal de Santiago, cuando fue asesinado en su misma casa parroquial por tres individuos altos, que hablaban castellano y eran corpulentos y habían llegado a buscarlo un poco después de media noche. La razón de su muerte él mismo la había explicado antes: “Mi vida es por mi pueblo. No tengo miedo”. “El pueblo me necesita y yo quiero estar aquí. Y el pueblo me ama”.

Él sabía que lo tenían en la lista para asesinarlo, pero tenía la esperanza de que los tiempos cambiaran. Su deseo de estar en Santiago Atitlán era más fuerte que las mismas amenazas. Con él a su lado, el pueblo se sentía también fortalecido en medio de tanto sufrimiento.

Con gesto heroico se mantuvo al lado de los que amaba, como un verdadero apóstol de Jesucristo; regó con su sangre la tierra bendita de los maya tzutuhiles, sencillos y pobres campesinos.

Nadie de los que asistimos a la misa exequial podrá olvidar la despedida que el pueblo de Santiago Atitlán le dio a su pastor como signo de su amor, veneración y gratitud. Los hombres vestidos con sus mejores trajes, lo cargaron procesionalmente. En el presbiterio de la Iglesia parroquial en dos jarras de barro y en una caja de metal quedaron enterrados su sangre y su corazón.

Con razón el P. David Monahan en la presentación de sus Cartas escribe: “Las cartas del P. Stanley Rother nos dan a conocer un humilde seguidor de Jesucristo quien alcanzó la grandeza espiritual en medio de una terrible opresión. Como el pastor de Santiago Atitlán llegó a ser, en pleno sentido, el buen pastor quien da la vida por sus ovejas”.